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“Vosotros tendréis cántico.” (Isaías 30:29)
Alguien escribió que una tarde de invierno estaba sentado junto a una hoguera, escuchando a los leños verdes cantar mientras las llamas ardían a su alrededor. La madera producía diversos sonidos a medida que se consumía, y el escritor, con su imaginación poética, sugiere que eran canciones atrapadas que habían dormido en silencio dentro de la madera hasta que el fuego las liberó.
Cuando el árbol estaba en el bosque, los pájaros venían y se posaban en sus ramas, entonando sus propias canciones. El viento suspiraba a través de las hojas, creando una música extraña y misteriosa. Un día, un niño se sentó sobre el musgo en la raíz del árbol y cantó su alegría en una dulce melodía. Un penitente se sentó a la sombra del árbol y, entre las hojas que caían, entonó el Salmo 51.
Todas estas notas de canciones diversas se hundieron en el árbol mientras estuvo allí y se ocultaron en su tronco. Permanecieron allí hasta que cortaron el árbol, y una parte de él se convirtió en un leño que alimentó el alegre fuego del atardecer. Fue entonces cuando las llamas hicieron surgir la música.
Esto no es más que la imaginación de un poeta en relación al árbol y las canciones del leño que lo alimenta. Pero, ¿no hay aquí una pequeña parábola que se asemeja a muchas vidas humanas? La vida tiene sus notas y tonalidades diversas, algunas alegres y otras ahogadas por las lágrimas. Los años pasan y la vida no emite música de alabanza, no canta canciones para bendecir a los demás. Pero al final, llega la angustia y, en las llamas, la música que estuvo aprisionada durante mucho tiempo se libera y canta su alabanza a Dios y sus notas de amor para alegrar y bendecir al mundo. Estas melodías, reunidas durante el largo verano de la vida y guardadas en el corazón, se despliegan en horas de sufrimiento y dolor.
Muchos creyentes gozosos no aprendieron a cantar hasta que las llamas se encendieron sobre ellos.